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Bogotá: un recorrido cartográfico a la violencia de género


Ilustración de Sergio Carranza

El frío temple de la madrugada nubla los sentidos de aquella mujer que viaja sola en busca de un futuro, como lo hace también una nube de colegas desesperados de recorrido. La lluvia ha sido testigo de múltiples sucesos ocurridos en la ciudad a 2.600 metros “más cerca de las estrellas”. El frío, el incesante e insoportable frío no sólo está presente en el clima, sino en su corazón, ese órgano que ha cargado con el peso de su género durante más de 18 años, que ha sido testigo de la barbarie de la sociedad frente a su ser, quien se ha sentido culpable sólo por ser mujer. Estos miedos se reproducen en el transitar de su vida, fruto de la interacción humana, además, los medios y la institucionalidad se han encargado de reproducir un imaginario en torno a quién es y qué debería ser, pero su corazón algunas veces decide ir en contravía de lo ya establecido y es ahí cuando su género es escupido por una dosis de terror, reproches e insultos, los mismos que atraviesan su alma y le impiden llegar a ser quien realmente es.


Durante su recorrido en el que monta un gigante de un color rojo difícil de confundir, se da cuenta de lo arduo de ser mujer y de la representación que existe actualmente sobre su cuerpo y espíritu. Los espacios urbanos ocultan grandes historias, cada una de sus calles han sido testigo de la cruel violencia de género a la que hemos sido sometidas. En su recorrido, el frío y la lluvia nunca se separan de ella; es como si el clima estuviera creando una atmósfera poética en torno a sus reflexiones.


La mujer recuerda lo doloroso de ser auténtica en un mundo lleno de basura mediática que cree ser la dictadora de nuestra identidad; sus ojos escarlata descubren una gran angustia cuando se conectan con los de un colega de viaje, un hombre mayor en todos los aspectos, que la observa con detenimiento como desnudando no su alma, sino su cuerpo.


“¡Puta!” Una mujer gritó un buen día estas palabras en su contra “¡Putas todas que se visten así de fascinerosas!” Aquel ser humano reprochaba su forma de vestir, ya que enviaba un mensaje sexual a los demás… ella se sentía acusada, su rostro fijo en el suelo la impulsó a retirarse sin decir una sola palabra ante aquellos reproches. ¿Por qué viene ese recuerdo a su cabeza en estos momentos? Los ojos de aquel hombre lo gritaban al mundo entero, se sintió acusada “¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!”. Las palabras retumbaban en su cabeza con cada contacto visual que sostenía con él; sus manos rápidamente recorrieron sus piernas y estiraron su falda en un afán por cubrir un símbolo de vergüenza y asco a la sociedad entera.


De repente, observó que el gigante color sangre se detuvo en el Museo Nacional y recordó el primer caso de feminicidio del que fue testigo desde la distancia. Una vela había sido bruscamente apagada el 24 de mayo de 2012. Rosa Elvira Cely fue violada, torturada y empalada por su compañero de clases con el que validaba el bachillerato. El caso de Rosa Elvira, como el de muchas mujeres, es aberrante y pugna en todo lo que somos como seres humanos.


La mujer veía a lo lejos. Con rabia y asco recuerda aquella vez que algunos abogados de la Alcaldía de Bogotá emitieron un comunicado culpando a la víctima de su ataque, en respuesta a una demanda interpuesta por su familia: “Todos sabían que Javier Velasco y Mauricio Ariza, (este último exculpado en el proceso) tenían comportamientos raros y los tildaban de “malazos”.


No obstante, Rosa Elvira Cely salió a departir con ellos, se tomaron unos tragos “Culpa exclusiva de la víctima”. Así queda claro como la institucionalidad en su afán por lavarse las manos, culpa a quienes por pura lógica social deben saber con quién salir y con quién no hacerlo. Es traumático recordar aquellos momentos, tantas noticias y sentir el cinismo con que la Alcaldía de Bogotá emite este tipo de juicios hacia una persona que dejó huérfana a una niña de 12 años (hija de Rosa Elvira) y lo excusa bajo el pretexto de que la víctima debió haber tomado distancia.


“¡Puta!” Las palabras aún retumban en la cabeza de aquella mujer quien con pavor sostiene la tela de su falda para cubrir la vergüenza que a todos les produce su cuerpo, ahora también a ella.

El articulado sigue su camino y se detiene en la estación de la calle 72. Ella recordó que estaba a menos de seis calles del CAI de la Policía, donde el hermano de Rafael Uribe Noguera se reunió con quienes buscaban desesperadamente a Yuliana Samboni, la niña de 7 años que fue secuestrada, torturada, violada y asesinada por este hombre. Yuliana era una víctima más de la violencia colombiana, su desplazamiento y el de su familia dejó una dura marca en sus vidas, pero lo que jamás podrán borrar es la ausencia de su pequeña, quien fue arrebatada del seno familiar aquel fatídico mes decembrino que nadie quisiera recordar.


“¡Puta!” Con furia la mujer apartó las manos de su prenda y decidió enfrentar al hombre que fijamente la seguía observando; por su mente pasaban todas aquellas ocasiones en que guardó silencio y se sintió denigrada por su esencia, por su identidad, por ser quien es. El hombre tuvo que haber sentido la furia de la que ella estaba siendo presa, emitido a través de sus ojos escarlata que escondían una acumulación de reproches y señalamientos de los cuales no estaba dispuesta a callar más. Su mirada se retiró con furia, pero a su vez con temor de su proceder.


Al ver a través de la ventana, notó que su recorrido había finalizado. El barrio Minuto de Dios había sido testigo de otro caso violento contra una de sus funcionarias. Paola Andrea Noreña, Comunicadora Social-Periodista fue atacada con arma blanca el pasado 6 de abril, con intenciones distintas a despojarla de sus pertenencias; este hombre fue impulsado por un sentimiento de rencor y odio hacia su persona, pues era su excompañero sentimental.


Casos como estos nos duelen a muchas de nosotras, quienes tememos encabezar uno de tantos trágicos artículos sobre nuestra muerte o algún ataque del que fuimos víctimas tan sólo por ser mujeres.


Según el Instituto Nacional de Medicina Legal, en lo corrido de 2017, más de 200 mujeres han sido asesinadas en el país. Mientras tanto, Medellín condecora al cantante Maluma por su aporte cultural a la ciudad, celebran con regocijo entre el ir y venir de la tonalidad de “Cuatro babys” canción alusiva a las “muñecas” colombianas, muñecas que chingan cuando él les dice, porque ninguna le pone pero.


La secretaría, así como muchas otras instituciones nos culpan por los episodios de violencia de los que hemos sido víctimas y la Revista Semana escribe un artículo haciendo énfasis al atractivo de un violador en serie, con más de 11 acusaciones por este aberrante hecho. A Semana le interesan más sus bíceps que el dolor de estas mujeres, quienes ven su esencia y dignidad en el piso día a día y han normalizado este tipo de situaciones al punto de atacarse entre ellas mismas. “¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!” La palabra retumba día a día, mientras que más y más compañeras sufren la violencia de una cultura machista y extremadamente conservadora, en donde las mujeres no ocupamos un espacio de igualdad en la sociedad.

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