La desmovilización: entre el odio y sufrimiento
Pensó que su regresó a la vida civil iba a ser fácil. Durante seis años, ocho meses y tres días, que combatió en las filas de las Farc, siempre anhelo estar libre. Pensó que todo mejoraría si se desmovilizaba, pero no fue así. Seguirían otros sufrimientos. El dolor que padeció Adelaida Martínez, después de abandonar su fusil, Galil calibre 5.56 mm, su camuflado verdoso y sus botas pantaneras, no se asemejarían a una emboscada nocturna, ni a una herida de bala.
Tenía muchos deseos de estudiar, de trabajar, de tener una familia y de olvidar ese pasado oscuro; Sin embargo, los años al servicio de las Farc, le marcaron su presente. Adelaida llegó a Bogotá en el año 2008, dos meses después de su deserción. Un tío la trajo a la capital. Inició a laborar en la casa de su familiar, como empleada del servicio. Cocinar, lavar, planchar y trapear eran sus quehaceres diarios. Tres modas de ropa y unas chancletas color rosa fueron todo su equipaje.
Muy pocas veces salía de la casa, aunque deseaba conocer la ciudad. Nunca la sacaban. Abelardo, su tío, era un hombre ocupado. Y sus primos, unos engreídos, que se avergonzaban de ellas por su forma de hablar, jamás tuvieron la decencia de invitaron a cine. Era ella una vergüenza familiar. Cuando tenía 14 años fue reclutada por el frente 49 de la guerrilla de las Farc, que comandaba en la zona de San Vicente del Caguan. Fue su reclusión su regalo de navidad. Sus padres y sus hermanos desaparecieron del territorio luego de lo ocurrido. Aunque los busco por cielo y tierra, nadie le dio información de su paradero.
“pasaron seis meses de mi estadía en la capital y mi tío no me pagaba” cuenta Adelaida. No le cobraba, porque le daba pena, pero la escasez de vestuario la obligó. Las chanclas rotas y los jeanes desgastados no daban espera. “Con el corazón palpitando más rápido de lo normal y las manos sudorosas, me acerque a Abelardo, y le dije que necesitaba plata para comprar ropa. Él metió la mano al bolsillo de su drill. Sacó un paquete de dinero, lo contó lentamente. -Un millón- dijo. Del fajo de billetes me dio 80mil pesos. Ese fue el sueldo de un semestre de trabajo, ¡80mil pesos!” dice Martínez.
Compró dos pantalones, una blusa y un par de tenis. La desesperaba el encierro. El recuerdo de los kilómetros y kilómetros de montañas recorridas con sus camaradas, el canto de los gallitos de roca al amanecer, el desayuno con los compañeros y el entrenamiento en las mañanas, la incitaban a volver a las filas. Pero el solo hecho de pensar en que tenía que volver a empuñar un arma y matar le frenaba el deseo.
Una tarde salió de la casa, e imaginó por un instante lo que es el secuestro. Se sentía secuestrada. Sin libertar. Sin amor. Sin deseos de vivir. La agobiaba la soledad. No tenía a quien contarle sus problemas, sus sueños, sus dolencias emocionales y sus temores. La vida le parecía simple. Y la muerte tal vez más emocionante. Con tan solo 20 años de edad, Adelaida había aprendido que la muerte era fácil de encontrar. El deseo por querer conocer nuevas cosas la impulso a coger un alimentador y seguidamente un Transmilenio.
Ella que una solo vez había tomado este sistema de transporte público lo volvió a coger. La noche anterior le robo 20 mil pesos a su tío y cogió la tarjeta del Transmilenio de uno de sus primos “sabía que se pagaba con eso, porque mis familiares lo decían. Y la primera vez que me transporté en el articulado, acompañada de la esposa de mi tío, lo comprobé”. Narra Martínez. Analizó con detención la compra de los pasajes y su valor. Pero no tuvo en cuenta, como se pasaba al otro lado del torniquete. Empezó el calvario.
“El miedo al pasar al otro lado eran latente. Buses rojos llegaban, gente salía. Unos corrían para tomar el próximo Transmilenio que partía. Y yo ahí, paralizada entre la multitud. Me sentía como en mi primer combate” dice ella. ¿A dónde ir? era su pregunta. ¿Cómo cruzar al otro lado? era su temor. De pronto una fuerza divina le dio valor de pararse al frente del torniquete. Empuño la tarjeta, la colocó en la parte de pago. Había saldo. Una fila larga esperaba y Adelaida ahí, petrificada.-cruce señora- escuchó que alguien dijo. Empujo la barra y en un segundo estaba del otro lado.
Se subió en un Transmilenio cualquiera. La llevó hasta su último paradero. Cómo regresar. Era ahora su dilema. Estaba perdida. Cálculo que el articulado se demoró dos horas en el recorrido. Sin embargo, nunca olvido el nombre del lugar de donde había salido. Portal Américas. Preguntó y preguntó, y todos le decían lo mismo. Cualquier F la lleva. Rara respuesta. Tiempo después, la comprendió. Llego a su casa, un sermón la esperaba. Primero su tío, Abelardo, y luego sus primos. Era insoportable el ambiente.
“A pesar del regaño, estaba feliz, por lo que había hecho. Gané la primera batalla” cuenta Adelaida. Todo empezó a cambiar en la casa. Abelardo le asigno un sueldo de 280mil pesos mensual. Comenzó a salir más seguido. El centro de Bogotá era su mayor atractivo. Y allí consiguió su segundo trabajo, tres años después de su llegada a la capital. No entrego hoja vida, porque temía que la rechazaran por su pasado, pues ya le había ocurrido.
La primera vez que entregó una hoja de vida, fue para el cargo de servicios generales. Fue inmediata la llamada. Pero la entrevista se convirtió en el determinante. -No la podemos contratar, gracias por venir- Fue la respuesta última. Adelaida dice que “La psicóloga al escuchar la palabra desmovilizada de las Farc quedó atónita y de esa palabra surgió el dictamen”. Lloro más de una vez por la falta de oportunidades, por el odio que le tenían las personas, cuando escuchaban que, había sido integrante de la guerrilla. Secuestradora, asesina y extorsionista, le dijeron varias veces. “las palabras se las lleva el viento, solo Dios y yo sabemos, porque ingrese a las filas de Farc”.Comenta la desmovilizada.