La Isla de la esperanza
Municipio de Soacha. Fotografía tomada de: https://servewlove.wordpress.com
Los jóvenes de este barrio demuestran que quieren sacar adelante sus sueños y superar la extrema pobreza en la que viven dentro del sector más conflictivo del municipio de Soacha.
Era martes por la mañana, casi las 7, el caos era inevitable en la Autopista Sur. Todo el mundo trataba de movilizarse hacia sus lugares de trabajo de la forma que fuera posible: en bus intermunicipal, en carro, en Transmilenio... Algo imperceptible para la gente es la multitud de personas que bajan desde los cerros de Cazucá hasta la vía principal del barrio Quintanares en busca del sustento para sus familias, y más indivisible aun, aquellos que, en vez de bajar hasta la ajetreada vía de orden nacional, buscan subir hasta una recóndita isla en medio de los tan estigmatizados barrios de la zona de los cerros de Cazucá en Soacha.
Allí estaba junto con varios estudiantes de UNIMINUTO Soacha quienes voluntariamente asistimos a una actividad coordinada con el Ministerio de Educación Nacional, en la cual se realizaría una prueba a fin de enrumbar a los jóvenes a la elección de una carrera universitaria, técnica, tecnológica o acercarlos a opciones de trabajo. Pero esta vez, una actividad común y corriente tendría una significación aun mayor, dado que en el lugar que nos encontrábamos no era un barrio más de clase media o donde los jóvenes no captaran el mensaje de alcanzar un futuro mejor, que queda la mayoría de veces en oídos sordos. Esta vez, la ilusión de los jóvenes del barrio La Isla era grande, casi más grande que las adversidades en la que tienen que desenvolverse a diario.
Una de las principales adversidades es el acceso. Tuvimos que esperar media hora para conseguir un bus que nos llevara hasta el barrio, que se encuentra en el lado posterior de uno de los cerros del sector de Cazucá, sector limítrofe entre las localidades de Ciudad Bolívar y la comuna 4 de Soacha, y apenas los ocho jóvenes que habíamos llegado junto con unos pocos transeúntes estábamos montados en el bus que venia del barrio Pablo Neruda en Sibaté, el chofer dio la marcha partiendo de la plaza de mercado del barrio Quintanares. En el camino se iban perdiendo de a poco los edificios de apartamentos noventeros que le dieron nombre al barrio que va dando paso a las casas construidas por los desplazados del conflicto armado de nuestro país en medio del cerro de Cazucá. Sabemos que el temor hacia lo que ocurre allí arriba se acrecenta cuando la puerta del bus se cierra antes del cruce en el barrio Julio Rincón que marcaba el fin del pavimento y el inicio de la incertidumbre.
Lo más extraño es que el miedo no era lo que teníamos en mente, porque apenas se asoma el filo de la montaña, más allá de la barriada, el polvo y el olvido del Estado, la montaña nos ofrecía una floreciente vista verde de los bosques que quedan del lado capitalino de los cerros del sur y el rojo ladrillo de muchas de las casas del sector.
Apenas llegamos al paradero de La Isla, no encontramos esa zozobra que se nos ha pintado desde los medios masivos, a primera vista no había ollas de vicio, ni encapuchados con armas de largo alcance amedrentándonos para regresar por donde vinimos, no había paras, FARC, ELN, delincuencia común, carteles de la droga, no había nada de eso. Solo una movida esquina comercial con música estridente y el movimiento de la gente entre la cacharrería, los dos supermercados y la panadería en donde nos dejó el señor conductor. Encontramos gente muy servicial que al saber que no éramos del barrio, nos indicaron cómo llegar a la escuela en donde nos esperaban chicos de los grados noveno, décimo y once. Muchos veníamos creyendo que los jóvenes de La Isla estaban permeados del conflicto y de la violencia, incluso entre ellos mismos; aunque su batalla no se tratara por la imposición del sistema político-económico-cultural del Comunismo o la prevalencia del más salvaje capitalismo, sino por demostrar la supremacía del mejor equipo de futbol profesional colombiano. Nos prometieron que tendríamos un escenario complicado de manejar, pero encontramos todo lo opuesto: chicos y chicas que a como dé lugar, están dispuestos a romper con esa cadena de miseria que la guerra y la indiferencia les puso a sus padres (o a sus abuelos) y poder tener una vida mejor que la que ellos tuvieron. El anhelo de todo padre: que sus hijos puedan dejar una huella, donde ellos solo remarcaron la pisada.
8:30am. La actividad con los chicos estaba prevista para las 8 de la mañana, pero el tiempo no nos favoreció, ni a los colaboradores del Ministerio, ni a nosotros. La primera parte de la jornada era una reunión con los padres de familia, mientras que nosotros preparábamos el material para los estudiantes. Una hora después el resultado fue nefasto. Se estimaba en el cálculo más pesimista que asistieran mínimo 30 padres de familia, sin embargo, asistieron casi 20. Nuestro instructor nos afirmaba que esta apatía era consecuencia de la misma incidencia de las condiciones socioeconómicas de los padres de los chicos a los que íbamos a instruir, que incluso llevaba a ellos mismos dentro de la propia concepción de lo correcto, a cortarles las alas a los sueños de sus hijos. La profesora Myriam Falla, quien es la docente de español del colegio, me contaba por qué ocurría eso: "los jóvenes aquí no piensan en seguir una carrera profesional porque no tienen los medios, piensan en hacer lo mismo que los papás o andar en la calle; a ellos les afecta el desinterés de sus padres quienes solo se conforman con que tengan el Diploma de bachiller". No pude negarlo, sentí un dejo de frustración al ver que muchos chicos con un gran espíritu de superación no tendrían desde sus hogares el apoyo que requieren para surgir y prosperar en la vida. Me lo guardé para mí. Ya era hora de traer a los chicos y a las chicas.
No eran muchos los jóvenes entre los tres cursos que había en la Escuela de La Isla, adscrita a la Institución Educativa Municipal de Ciudadela Sucre (mucho más abajo de donde estábamos, casi tocando a Bogotá por la espalda) pero los que estaban allí fueron mucho más receptivos al mensaje de lo que lo hubiéramos sido muchos de los voluntarios que estábamos allí (incluyéndome) en nuestra era de colegio ante una charla de este tipo. Los instructores nos afirmaban que sería un grupo pesado, en términos del respeto, el desorden, la recocha y hasta uno que otro recordatorio a nuestras madres. Eso nunca pasó.
"Queremos despertarles a los jóvenes la inquietud de buscar y hacer algo (con sus vidas) (…) Hay que ubicar a los jóvenes, guiarlos; no estigmatizarlos sobre el entorno. Hay que formarlos en que siempre se puede hacer algo". Estas sabias palabras fueron la introducción del Líder Instructor de la actividad. Unas pocas palabras de aliento que le decía a los muchachos: ustedes también son parte de este municipio, de este departamento, de este país, de este mundo. Construyámoslo juntos entre ustedes y nosotros.
Cada uno de los que estuvimos allí como voluntarios, contamos nuestra experiencia de vida. Entre nosotros las experiencias fueron similares. A muchos nos pagaron el semestre nuestros padres, otros tuvieron que buscar trabajo para sostenerse y algunos tuvieron que aplazar varios años su carrera ante las dificultades sociales y económicas que eran las mismas en los cerros de Cazucá y en la zona urbana de Bogotá, Soacha y alrededores. Allí percibí un poquito más fuerte el significado de las palabras Esfuerzo y Sacrificio. El de nuestros padres y el propio al querer superarnos a nosotros mismos.
Unos videos instructivos y unos cuestionarios nos permitieron acercarnos más a los chicos, a sus metas, a sus sueños, a sus aspiraciones. Anderson de 10-03, por ejemplo, me contó que le gustaba mucho la informática y las matemáticas, pero que su más grande anhelo era ser narrador deportivo y poder, como en mi época lo hizo William Vinasco Ch y ahora el autoproclamado Cantante del Gol Javier Fernández Franco, poner a vibrar a los colombianos con los goles de la Selección y de nuestros jugadores en el extranjero. Le dije que creyera en que puede lograr lo que se propone, si yo lo he hecho, él también podría lograrlo.
12 del día. La jornada tristemente había acabado, o al menos para los 20 voluntarios de la Regional Soacha que estuvimos allí. Las palabras de agradecimiento de los 'pelados' eran nuestra más justa paga por acompañarlos y mostrarles que si se puede derribar los muros de la adversidad y ser alguien que pueda cambiar su historia y ayudar a cambiar la de los demás. Se quedaron en mi memoria las palabras de Valentina de 11-04 al decirme que gracias a lo que les mostramos, tenía más claro qué hacer dentro de unos pocos meses, cuando se graduara de bachiller.
El chocar o el estrechar las manos de los jóvenes y uno que otro abrazo efusivo a mis compañeros, nos demostraron que nuestra labor fue más que satisfactoria, que logramos sembrar una esperanza en aquellos en los que la sociedad colombiana menosprecia sin una razón justificable. Presenciamos que esa sociedad que denominan descartable, no es ni será nada descartable.
La recompensa del día, además de ver la sonrisa de los estudiantes, fue una buena merienda que los instructores nos dieron con empanadas y gaseosa. Empanadas de una humilde tienda del sector y un vaso de gaseosa que, para mí, era como tener el mejor platillo del mundo. Me supo a entrega, a esfuerzo, a constancia y persistencia. Me supo a coraje.
Muchos no queríamos irnos, pero nuestra realidad nos esperaba. Mañana había clase a temprana hora y los trabajos de fin de corte no daban espera. De vuelta al bus que nos dejaría de nuevo en Quintanares me quede detallando ese paisaje que en medio de los problemas que tuviesen en ese sector, considero que son los más afortunados por tener frente a sí mismo el sol saliendo cada mañana detrás de las montañas, recordándoles que, si el astro rey sale todos los días, todos esos días son una oportunidad para luchar y perseverar.
Mis compañeros se fueron cada uno dispersándose a diversas zonas, unos iban a la Universidad, otros a sus casas. Yo en cambio, por la cercanía del barrio Quintanares hacia mi casa, justo en la frontera entre Soacha y Bosa; tuve el tiempo para deambular y meditar sobre muchas cosas de mi vida. Sobre las mil oportunidades que la vida me ha ofrecido para alcanzar mis sueños, y como seria la vida de Anderson, la de Valentina y la de los chicos que quedaban en La Isla, si tuvieran al menos una sola de esas oportunidades que yo he tenido para surgir.
Desde ese día, entiendo más el esfuerzo de mi papá y de mi mamá por darme lo que ellos no tuvieron, y que yo espero poder retribuírselos con creses. Cada día desde entonces, mantengo en mis pensamientos a esos chicos de tan cercano lugar de la ciudad y tan alejado de nuestras acciones para cambiar el mundo. Cada noche rememoro en mis sueños ese verde, el azul del cielo de esa mañana y el rojo ladrillo de aquella isla en medio de las montañas y las moles de cemento, que añora que algún día, aquellos en las altas esferas del poder, vuelquen sus ojos hacia eso que verdaderamente es el que, desde sus torres de marfil denominan "un barrio de marginales".
Para mí, La Isla no es un barrio de marginales, es una isla de la esperanza en medio del mar de la zozobra que es nuestro país.
Si ustedes los jóvenes no asumen, la dirección de su propio país; nadie se los va a venir a salvar, NADIE, NADIE
-Jaime Garzón (1960-1999) humorista y activista social colombiano